Los Caídos: maniqueísmo al acecho

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Miembros de la plataforma que pretende mantener el monumento “Navarra a sus Muertos en la Cruzada” como museo de la ciudad, con similar propósito iniciado por Yolanda Barcina y UPN, vuelven a la carga con el mismo rosario de acusaciones contra los miembros del Ateneo Basilio Lacort. Nos gustaría saber qué crimen hemos cometido para que estos y similares lectores vean en cada una de nuestras intervenciones una muestra de “odio visceral”.

La palabra odio es concepto muy serio para usarlo de modo tan frívolo. Si se entiende como ese sentimiento intenso de repulsa hacia alguien que provoca el deseo de producirle un daño o de que le ocurra alguna desgracia, cualquiera aceptará que los miembros del Ateneo son ciudadanos del común de los mortales, tan inofensivos como carentes de esa voluntad de hacer daño a nadie. Ni siquiera a quienes piensan de distinta manera. Las ideologías se pueden odiar, pero no a las personas que tienen la desgracia de cultivar ideas contrarias a las de uno.

Hemos repetido que aquilatar las ideas de un texto filtrando la cantidad de miligramos de odio que contiene cada frase de nuestros escritos, no es cualidad de persona sensata, sino producto de un desequilibrio mental sublime. Y, si no es así, seguro que es reflejo de impericia metodológica.

Que se sepa, miembros del Ateneo Basilio Lacort solamente han planteado dos tesis sobre el Monumento a los Caídos y sobre el Museo Carlista de Estella. Respectivamente, se han manifestado por el derribo del primero por tratarse de una apología del golpismo, construido ex profeso para ello, y, segundo, por afirmar que el mantenimiento del particular Museo del Carlismo tiene que correr a cargo de sus apologetas ideológicos.

En el recorrido de estas negaciones, se ha plasmado una interpretación de lo que fue el carlismo a lo largo de la historia, resaltando su participación en la masacre que tuvo lugar en Navarra tras el golpe militar, llevado con absoluta perfección y resultados sobresalientes por parte de los facciosos, seguidores de Mola, de Sanjurjo y don Javier, de José Antonio, de Franco y de la Iglesia, además de la oligarquía local y nacional. Sin duda, fueron muy buenos.

No se entiende que decir claramente lo que uno piensa, después de haber pensado lo que dice, sea juzgado como una manifestación de odio visceral. Claro que, si quienes nos lo adjudican, son unos entendidos en dicha materia, debido a su experiencia en estas artes amatorias, entonces, callaremos.

Ahora bien. ¿Por qué es signo de odio pedir el derribo del Monumento a los Caídos y no lo es mantenerlo como un Museo de la Ciudad? ¿Por qué es señal de odio declarar que el carlismo ha sido una ideología nefasta y decir lo contrario muestra de loco amor? ¿Por qué es signo de odio condenar sin paliativos la participación criminal del carlismo antes, durante y después de la guerra civil y no lo es negar o edulcorar con falacias lo que fue la tragedia más horrible que se ha cometido en esta tierra? ¿Por qué es signo de odio pedir que el Museo del Carlismo sea sufragado por los propios que lo reclaman y no lo es que sea subvencionado por el erario, un edificio en el que, nolis velis, se seguirá haciendo exaltación de una ideología histórica nefasta para la convivencia navarra?

Cuando una discusión sobre una materia tan importante de nuestra historia se ventila como si se tratara de una materia inflamable pasional provocada por gente que odia y gente que ama, algo huele a podrido en esta democracia. Sin duda, el maniqueísmo doctrinal no anda lejos. Y sabido es que el maniqueísmo está en el origen del fascismo.

El Ateneo Basilio Lacort, cuando se ha posicionado sobre estas cuestiones, no ha dividido la sociedad en buenos y malos, ni repartido patentes de verdad o de mentira, de modernidad o de integrismo. Se ha limitado a exponer sus opiniones. No ha establecido zanjas de división social entre los unos y los otros.

Por el contrario, quienes no andan muy sobrados de argumentos sobre las cuestiones debatidas, pretenden ventilarse esta polémica como si se tratara de una cuestión maniquea amatoria, resuelta en clave pasional, entre quienes aman a Navarra y quienes la odian. ¿Suena la música?

Este maniqueísmo bebe en la misma podredumbre doctrinal en que chapoteaba la Inquisición. La Inquisición se consideraba maestra exclusiva de la verdad y del dogma en materia religiosa, social, sexual o política. Quienes no aceptaban sus axiomas doctrinales, eran considerados heterodoxos, disidentes, heréticos, réprobos. Tenían, además, el poder de su lado. Claro.

El sociólogo Zygmunt Bauman ha actualizado esta nefasta metodología inquisitorial, concluyendo que lo que se pretende es volver invisible a quienes no piensan como manda dicho poder, utilizando para ello el instrumento que mejor han manejado a lo largo de la historia: la división social entre buenos ciudadanos y malos ciudadanos.

De unas personas que, además de ser profesores de arte, dicen que están imbuidos por un amor a Navarra desaforado, no podía esperarse que fueran incapaces de amar a aquellos que piensan de distinta manera a sus planteamientos. Al contrario, aseguran que los pobres están poseídos por un odio visceral, es decir, irracional e intenso.

Es extraño que haya personas tan sensibles que no sean capaces de sobreponerse a la tentación del maniqueísmo doctrinal, sabiendo que dicha peste metodológica no acarrea nada bueno. No ignoran que la base del fanatismo radica en esa manera dual de filtrar la realidad, que es la forma más irracional de enfrentarse a la complejidad de los problemas.

Resulta desazonador volver a leer que existen buenos y malos navarros, unos destructores y otros constructores, modernos e integristas, los que aman Navarra y los que la odian, los que trabajan por su cultura y los que lo hacen por destruirla; en definitiva, navarros de primera y de segunda.

Hay que ser imbécil, intelectualmente hablando, para caer en estas dicotomías y utilizarlas como categorías descriptivas exactas de lo real. Así empezó el nazismo y así actuaron los golpistas con la sociedad navarra. Dividirla en dos bandos. Uno bueno y otro malo. No hace falta recordar lo que pasó.

Quizás, no hayamos calculado bien el potencial tóxico que tiene el fascismo para horadar la mente de algunas personas. El hecho de zanjar una polémica apelando a categorías como el amor y el odio revelaría esa toxicidad a la que nos referimos.

Nada tan peligroso para zanjar las diferencias intelectuales apelando a categorías tan poco empíricas y tan maleables como el amor y el odio. Se trataría, finalmente, de un argumento ad hominem carente de ninguna validez. Dicho crudamente, ¿alguien dudó en algún momento que Mola y sus secuaces no amaban a Navarra? No hace falta responder.

Del Ateneo Basilio Lacort

Artículo de Victor Moreno publicado en Diario de Noticias el 1/04/2017

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